¿Dónde está el copiloto?
Alejandro Encinas Rodríguez
El Universal
14 de noviembre de 2017
El
próximo jueves, el supersecretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong,
comparecerá ante el Senado de la República. Será su última presentación ante
esta legislatura, la cual, al igual que sus comparecencias anteriores, se
enmarca en un contexto de escándalos políticos derivados de la corrupción
gubernamental y de las profundas incompetencias institucionales para encarar
los problemas del país.
Compareció
durante las ejecuciones extrajudiciales en Tlatlaya y Tanhuato; la desaparición
forzada de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa; la fuga del Chapo
Guzmán, el asesinato de periodistas, alcaldes y activistas sociales; el
recurrente uso de la tortura y la creciente violación a los derechos humanos,
de mexicanos y migrantes, así como por el creciente número de personas
desaparecidas o desplazadas por la violencia y la negativa al ingreso del
Comité contra las Desapariciones Forzadas de la ONU. Comparecerá ahora y deberá
rendir cuentas sobre la censura a la libertad de expresión; el espionaje a
través del sistema Pegasus; la corrupción que impregnó la casa blanca; la
generación más corrupta de gobernadores, y las investigaciones del gobierno de
Brasil, sobre los sobornos de la empresa Odebrecht, que han puesto en evidencia
el uso ilegal de recursos provenientes del extranjero para financiar la campaña
presidencial de 2012, lo que llevó a la remoción arbitraria del fiscal para la
atención de delitos electorales, para encubrir tamaña estafa.
¿Se
trata de una desafortunada coincidencia? ¿De la mala suerte del
supersecretario? ¿O de la corrupción y el rotundo fracaso de este gobierno?
Osorio
Chong es el secretario de Gobernación más poderoso en la historia del país. Al
menos en el papel.
Al
inicio de la actual administración, se modificó la Ley Orgánica de la Administración
Pública Federal, que disolvió la Secretaría de Seguridad Pública, transfiriendo
sus funciones a Gobernación, que asumió la responsabilidad para elaborar,
ejecutar y coordinar las tareas de seguridad pública del país, poniendo bajo su
mando, por primera vez, una fuerza policial armada. La misma reforma determinó
que la Secretaría de Gobernación sea la responsable de la conducción de la
política interior y de la relación con los medios de comunicación; de coordinar
al gabinete y a los funcionarios de la Administración Pública Federal.
El
secretario es, por tanto, una especie de primer ministro dentro de un régimen
presidencialista. Es el responsable de la política interior y de la seguridad
pública; de negociar y de reprimir, lo que le auguraba un futuro político
prometedor. Lo que no sucedió.
Desde
la reforma a la Ley Orgánica, diversas voces señalamos que era un grave error
vincular las funciones de gobernabilidad con las de seguridad pública, lo que
generaría una tensión permanente en el ejercicio de ambas funciones bajo el
mismo mando.
En
las comparecencias anteriores pregunté al secretario, con quién estaba
hablando, si con el responsable de la política interior o con el jefe de la
policía. No tuve respuesta. Mas, a la luz de los resultados, es notorio que
predominó la visión policial fundada en la seguridad del Estado y no de las
personas, se militarizaron las tareas de seguridad pública y se criminalizó la
protesta social, generando un vacío en las tareas de la gobernanza, en la
interlocución con los diversos actores sociales y políticos, y en el respeto
irrestricto de los derechos humanos.
Las
omisiones en este ámbito, como el combate a la corrupción, tienen al país inmerso
en una crisis de gobernabilidad: no hay procurador general, no hay fiscal
general, tampoco fiscal de delitos electorales, ni fiscal y magistrados
anticorrupción, las autoridades electorales están cuestionadas por su deciente
desempeño, al igual que la inocua Fiscalía para la Atención de Delitos contra
la Libertad de Expresión. 2017 es el año más violento de las últimas dos
décadas.
La
supersecretaría y su titular fracasaron. El mal diseño institucional, así como
sus deficiencias y omisiones han demeritado la vida democrática del país. Quizá
es tanto el poder que se le otorgó que no pudo —o no supo— ejercerlo. Hacerlo
hubiera significado un fuerte contrapeso al propio Presidente. El costo, como
siempre, lo están pagando los mexicanos.
Senador
de la República


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