Batalla perdida
Alejandro
Encinas Rodríguez
25 de Octubre de 2011
La semana pasada se llevó a cabo en República Dominicana, la duodécima reunión
del Foro de Biarritz, espacio que se ha convertido en un lugar privilegiado
para el encuentro de personalidades y dirigentes de la vasta pluralidad que
caracteriza a América Latina y Europa, donde se abordan sin cortapisa los
problemas de nuestra región.
Uno de los puntos que centró la atención fue la legalización o prohibición de
las drogas. En la introducción al tema, los ex presidentes Rodrigo Borja de
Ecuador y Ernesto Samper de Colombia destacaron cómo el mercado de drogas se ha
convertido en el segundo gran negocio del mundo, después del tráfico de armas y
antes que el petróleo, sus operaciones superan los 500 mil millones de dólares
al año.
Calificaron la despenalización como el mal menor y enmarcaron el debate entre “prohibicionistas reaccionarios y legalizadores libertarios”, entre quienes se oponen a la despenalización —pues consideran que ésta incrementaría el consumo, como la Iglesia católica, que ha calificado al consumo y tráfico de drogas como pecado capital— y quienes a favor de la despenalización señalan que las medidas prohibicionistas han fracasado y por el contrario aumentan el consumo y la criminalidad. Aseguraron que la despenalización no necesariamente aumenta el consumo, y por el contrario, el endurecimiento de las penas ha favorecido a los cárteles que han desarrollado poderosas organizaciones trasnacionales, con un poder económico que corrompe todo, como en Afganistán, país que produce el 87% del opio del mundo.
En México los resultados de esta guerra son lacerantes. Se está perdiendo la batalla en la seguridad pública y se dilapidan infructuosamente recursos. Por ejemplo, la Secretaría de Seguridad Pública pasó de un presupuesto de mil 71 millones de dólares en 2006 a más de 4 mil millones de dólares en 2011, con magros resultados, pues de acuerdo con el informe que se presentó ante la Cámara de Diputados el decomiso de drogas y armas representan apenas 5.9 millones de dólares, sin frenar la violencia que suma más de 50 mil muertos.
Se está perdiendo la batalla de salud pública. Las adicciones aumentan y el primer contacto con la droga se da cada vez a edad más temprana en niños entre nueve y 12 años.
Se pierde la batalla democrática. El país se militariza, se endurecen penas y conculcan derechos y garantías de los ciudadanos, como sucede con el arraigo, la denuncia anónima, el testigo protegido y la intervención telefónica.
Se pierde la batalla política. El crimen organizado penetra y corrompe todas las esferas de la vida pública, las instituciones de gobierno, los partidos políticos y las elecciones, como lo demuestra el abandono de 51 candidatos de la elección michoacana.
Se pierde la batalla económica. El dinero de las drogas inunda la economía formal e informal, el sector financiero, inmobiliario, los casinos y otros servicios, sin que se combata realmente el lavado de dinero.
Se pierde la batalla cultural. Se consolida la cultura de la impunidad. La apología del delito forma parte de la vida cotidiana de la comunidad: los corridos, las películas, las telenovelas. Las organizaciones delictivas ocupan los vacíos que el Estado ha creado en el campo y en las zonas urbanas y crea una base social de apoyo abusando de la pobreza y falta de expectativa de millones de jóvenes.
Es momento de construir alternativas reales. No se trata de ganar consensos sobre si las drogas son buenas o son malas. Esas son falacias del debate. Es hora de plantear un cambio de rumbo. Regular la producción, distribución y consumo, con medidas que permitan entender que este es un asunto de salud pública, y un problema económico y social que debe legislarse.
Diputado Federal del Partido de la Revolución Democrática
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