REVISTA
PROCESO 1913
En busca de la
identidad perdida
Alejandro Encinas
Rodríguez
29 DE JUNIO DE 2013
La izquierda partidaria atraviesa por un cambio de ciclo
caracterizado por la fragmentación, el descrédito y su desdibujamiento
ideológico. Hasta ahora, los partidos de izquierda han eludido la reflexión
profunda sobre su papel; sus principios, orientación programática; la relación
con el poder y las otras fuerzas políticas; su ejercicio público, el vínculo
con los ciudadanos y los movimientos sociales contemporáneos.
La izquierda partidaria ha priorizado el acomodo de grupos y liderazgos, y
éstos han conformado corrientes que se han enclaustrado en los asuntos
internos. Lo anterior ha derivado en un pragmatismo político carente de
principios, tribalizando el ejercicio partidario y anquilosando el debate
ideológico.
La desmesura de los poderes que dominan al país ha tomado como rehenes a las
instituciones públicas, incluso, la oposición ha establecido una alianza tácita
con la clase política corrupta que opera para mantener los privilegios de unos
cuantos por encima de los ciudadanos y, cínicamente, exige a la izquierda
apegarse a pactos que no respeta.
La red de complicidades al amparo del poder público opera grandes recursos para
comprar elecciones, abusando de la pobreza de la gente, a través de la compra
del voto y el uso electoral de programas sociales, como si la democracia fuera
una mercancía.
Estamos ante un fenómeno de debilidad institucional de los partidos,
caracterizado por la descomposición y corrupción que permea a todos. La
alternancia no resolvió los asuntos de la gobernabilidad democrática ni la
conformación de un verdadero sistema de partidos democrático. Las sucesivas
reformas políticas realizadas, han modificado las reglas de acceso al poder,
más no las reglas de su ejercicio. El poder presidencial, con matices, se
reproduce con el llamado Pacto por México, consolidando así la estructura legal
del autoritarismo. El centralismo regresa por sus fueros profundizando la
miseria política de nuestro federalismo, de los estados y los municipios.
No se asume que la legitimidad no es un asunto de número sino de condiciones
equitativas, de calidad en la competencia y del apego a la ley, dentro de un
sistema democrático y plural de concertación.
El fortalecimiento de la vida institucional, no se refiere, como dice Douglas
North, a los poderes constituidos, a los hombres que ocupan los cargos o a los
edificios que los albergan. Las instituciones son las reglas del juego en una
sociedad. Son las limitaciones ideadas por el hombre para reducir la
incertidumbre estableciendo una estructura estable en la interacción humana en
una sociedad, donde la única incertidumbre que debe prevalecer es la del
resultado de las elecciones.
Por otro lado, el proceso de unificación de las izquierdas, que inició con la
conformación del PSUM y que continuó con la convergencia sucesiva de diversas
expresiones de las izquierdas hasta llegar al encuentro con la Corriente
Democrática en la conformación de PRD, ha concluido. No obstante, este ciclo de
unidad de las izquierdas permitió la conformación de una importante fuerza
electoral que, solo por la resistencia y la utilización de todo tipo de
recursos indebidos por parte de los grupos de poder, no ha logrado asumir el
gobierno nacional. Pese a ello un caudal electoral de casi 16 millones de
mexicanos, acredita que este ciclo de unidad, no exento de momentos álgidos y
desencuentros, obtuvo importantes logros que posicionaron a la izquierda como
una fuerza política fundamental en el país.
El proceso unitario que caracterizó a la izquierda se ha colapsado. El
surgimiento de Morena como partido, fragmentó al Movimiento Progresista, lo que
significará una disputa por los votos de la izquierda y el rediseño de las
políticas de alianzas de los partidos y de su relación con el poder. Hoy
presenciamos reencuentros regionales de los otrora aliados, con el PRI y con el
PAN, así como el realineamiento de la oposición hacia el Ejecutivo Federal, que
se manifiesta, más allá del Pacto por México, en el comportamiento de las
dirigencias partidarias que profundizan su encono bajo una supuesta
diferenciación ideológica.
El deterioro del PRD, de su vida interna y de sus formas de hacer política,
donde las prácticas ilegales se convirtieron en rutina y nunca fueron
sancionadas, permitió que la manipulación y el fraude predominaran en las
elecciones internas. Lo que se ahondó en el periodo que va de la contienda
entre Amalia García y Jesús Ortega, hasta 2008, cuando el Estado mexicano, en
un hecho sin precedente, impuso una dirección al partido. Esto último marcó el
momento de inflexión en la vida partidaria, profundizando su crisis.
Los gobiernos del PRD, con notables excepciones como sucede en el Distrito
Federal, han perdido la iniciativa. La mayoría de los municipios y entidades
que encabeza el partido, carecen de un sello propio o de acciones que los
diferencien del gobierno federal. Por el contrario, se reproducen los viejos
vicios de supeditación al Ejecutivo en aras de mantener “sanas relaciones” y
recibir las participaciones federales y los recursos que discrecionalmente
asigna el Ejecutivo Federal.
El Partido se ha alejado de la sociedad y de su propia militancia. En buena
medida, este distanciamiento se explica por el autismo en la vida partidaria.
El PRD se ha convertido en un espacio cuya actividad central es la disputa
entre los diversos grupos que lo conforman, para ganar y repartir las
posiciones de poder al interior del partido y los espacios de representación
popular.
La discusión en los distintos órganos de dirección no son el análisis político
ni la forma de fortalecer los movimientos sociales o el cómo ampliar nuestra
presencia territorial. La discusión gira en torno a qué grupo le toca tal o
cual candidatura o cómo se reparten las diferentes instancias de dirección para
“mantener equilibrios”. Los candidatos y dirigentes derivan de la
incondicionalidad y las lealtades hacia los diferentes grupos, sin importar el
perfil, capacidades e imagen pública de los mismos.
Contra su tradición, el PRD renunció a procedimientos democráticos en la
selección de sus candidatos, violando las reglas que permitieron definir a sus
candidatos a cargos populares y órganos de dirección. Asimismo, abandonó la
apertura de candidaturas a ciudadanos sin partido. Es así, que hoy no hay
ningún candidato externo, ningún intelectual, dirigente sindical, agrario o del
movimiento LGBT.
Se ha consolidado una nomenklatura, que controla la afiliación, el
reconocimiento de los órganos de dirección locales, la firma para el registro o
sustitución de candidatos, el manejo discrecional del patrimonio y las
prerrogativas partidarias, la contratación de personal, los órganos
jurisdiccionales de garantías y elecciones, todos al servicio de una burocracia
partidaria, que se cimienta en la impunidad de un sistema de lealtades y
complicidades.
Prevalece una diferencia sustancial al interior del PRD. Mientras un sector
vincula la estrategia y subordina el discurso partidario al llamado Pacto por
México, al que consideran, permitirá posicionar una “izquierda moderna”,
“responsable”, otro sector, asume que la participación en ese Pacto representa
un acto de legitimación política del gobierno. La apuesta de los primeros
consiste en ganar una franja de votantes que está deseosa de ver a una
izquierda propositiva, tolerante y que colabora con el gobierno. En tanto los
segundos, reivindican una agenda propia y el apego a los compromisos con el
electorado que esta corriente de pensamiento representa.
Nadie puede estar en contra de que las fuerzas políticas suscriban un acuerdo
para enfrentar las adversidades del país, pero este tipo de pactos debieran
reunir al menos tres condiciones: legitimidad, consenso y certeza. Debe ser
resultado del debate y el entendimiento públicos no del acuerdo cupular. Tener
claridad en sus alcances y contenido, lo que no sucede cuando un grupo élite se
arroga la representación popular y anula la división de poderes; o cuando
dirigentes perredistas señalan que el Pacto no se verá afectado por
“situaciones coyunturales” como las de Veracruz.
En el Pacto están ausentes los temas centrales de todo proyecto progresista: la
lucha contra el autoritarismo y la desigualdad, por la democracia y la equidad,
y se ha puesto énfasis en otra agenda, la encaminada a satisfacer el objetivo
de las llamadas reformas estructurales: la energética y la hacendaria, ante las
cuales, el PRI en alianza con el PAN, pretenden ganar a un sector de la
izquierda, que, ya sea apoyando, o bien de manera formal votando en contra y
oponiendo una débil y “civilizada” resistencia, legitimen su consumación.
El PRD ha perdido identidad y se ha distanciado del compromiso ético que
caracterizó a la izquierda en los momentos de confrontación contra la hegemonía
autoritaria del partido único. Se perdió la oportunidad de conformar un
partido-frente que hubiera permitido mantener la unidad y la expansión del
movimiento progresista, evitando la fragmentación electoral y que hubiera
obligado a los partidos a una renovación profunda; a superar las burocracia y
los grupos de interés, y hubiera permitido continuar el proceso de unificación
de las fuerzas progresistas en la creación de nuevos partidos.
Por ello, es imperativo iniciar un gran movimiento por reconstruir la identidad
partidaria, bajo un proyecto progresista, renovador y libertario que permita
rescatar el objetivo fundacional de nuestro partido y de cara al proceso electoral
del 2015, en el que la izquierda competirá dividida y entre sí, avance, más
allá de las diferencias que existen, en conformar las bases de un frente de las
izquierdas que permita contener el embate que representa la restauración del
PRI, y permita, más allá de las limitaciones legales, retomar la iniciativa de
construir un Frente Opositor Progresista. No es una tarea sencilla, pero vale
la pena intentarlo.
Finalmente, la lamentable pérdida de Arnoldo Martínez Verdugo, marca también el
fin de la era de los dirigentes templados como el acero, idealistas que
buscaban encabezar la marcha de la humanidad hacia el progreso y la creación
del hombre nuevo. Dirigentes cuya mayor virtud fue la congruencia y la
integridad, que nunca se deslumbraron con las mieles del poder, lo que cobra
mayor relevancia ante el desprestigio y la ambición imperantes en la mayoría de
los dirigentes políticos.
Hoy los idealistas sufren un acelerado proceso de extinción ante quienes
entienden las grandes ventajas de alinearse con el poder o, desde su lógica,
pactan con el régimen, creando una tensión permanente entre congruencia,
demagogia y pragmatismo.
En un sentido convencional, la congruencia se asume cuando se considera
verdadero un enunciado cuyo contenido refleja un estado de cosas verificables,
dónde existe una correspondencia causal entre intención, discurso y praxis. En
contra parte, como señalaba Aristóteles, la demagogia es la “forma corrupta y
degenerada de la democracia”; nada más cercano a nuestra realidad. La demagogia
discursiva de los políticos funciona para justificar y extrapolar la realidad a
modo.
Por ello, ante el paroxismo que causó el encono y descalificación de la
nomenklatura perredista a Jenaro Villamil, tras la magnífica nota sobre la
relevancia histórica de Martínez Verdugo, basta decir que la izquierda debe
avanzar del debate de las emociones al de las razones, máxime cuando en materia
de psicoanálisis, el enojo hacia el otro, refiere algo no resuelto en nosotros
mismos.