Reformita
Alejandro Encinas Rodríguez
08 de noviembre de 2011
Finalmente, tras meses de discusión y cinco sesiones del pleno de la
Cámara de Diputados, se aprobó la mal llamada reforma política, y aunque
algunos legisladores celebran con bombo y platillo su aprobación, las reformas
constitucionales alcanzadas son sumamente limitadas y enfrentan un engorroso
proceso legislativo y un incierto futuro.
Como escribí en estas páginas hace algunas semanas, lo discutido por
los diputados a propuesta de los senadores fue una miscelánea de reformas
constitucionales, que de ninguna manera representan un cambio en el régimen
presidencialista de nuestro país, ni un cambio en las relación entre poderes y
de éstos con los ciudadanos, y si bien se facultó al Congreso para ratificar a
los titulares de los órganos reguladores del Estado, se frenó el intento de
conculcar la facultad exclusiva de la Cámara de Diputados en materia
presupuestal al frenar la posibilidad de veto del Ejecutivo, se eliminó la
cláusula de gobernabilidad en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal y se
crearon —con muchas limitaciones— figuras de la democracia directa, como las
candidaturas independientes y la iniciativa ciudadana, que terminan con el
monopolio de los partidos sobre la representación popular y la iniciativa
legislativa; el asunto aún no está resuelto.
El dictamen aprobado modificó, de manera sustancial, prácticamente en
su totalidad la minuta aprobada por unanimidad en el Senado, por lo que ahora
deberá ser revisado por los senadores y, en caso de no coincidir con lo
acordado con los diputados, reiniciar el proceso legislativo, en tanto que lo
que no se modificó en la Cámara de Diputados y sea aceptado por el Senado
deberá publicarse para continuar con el proceso de reforma constitucional que
requiere ser aprobada por la mayoría de las legislaturas locales, lo cual no
estará exento de trabas y oposición de algunos gobernadores que se niegan a
aceptar parte de las reformas, en especial las vinculadas con la participación
de los ciudadanos en los asuntos públicos (iniciativa ciudadana y candidaturas
independientes).
El debate arrojó un saldo desfavorable a la de por sí limitada reforma,
donde fue más lo que se rechazó que lo aprobado: la revocación de mandato, la
reelección consecutiva de legisladores, el dotar a los congresos de los estados
para legislar sobre reelección de diputados locales y presidentes municipales,
entre otros asuntos.
Un tema que ha despertado especial polémica fue el relativo al rechazo
a los términos en que se planteó el establecimiento de la consulta popular como
prerrogativa de los ciudadanos. Ésta, que representa una de las demandas
histórica de las izquierdas en los debates sobre reforma del Estado, permitiría
abrir un espacio a la participación de los ciudadanos en los asuntos y
decisiones públicas, y significaba, en los términos propuestos, una gran
simulación, ya que, pese a que se disminuyeron los umbrales de los requisitos
para convocar por parte de los ciudadanos y hacer vinculante la consulta y obligatorio
su resultado, los requisitos eran profundamente restrictivos, pues se requería
de al menos 850 mil firmas de ciudadanos para convocar cualquier consulta,
siempre y cuando no fuera en año electoral, y que participaran al menos 19
millones 600 mil ciudadanos para hacerla vinculante, lo que en los hechos la
anulaba.
Por ello es importante reflexionar acerca de la necesidad de avanzar no
sólo en reformas profundas que modifiquen las bases constitutivas de nuestro
régimen político y garanticen la participación ciudadana en los asuntos
públicos, sino además de establecer nuevas prerrogativas de los ciudadanos, que
se generen las condiciones para que éstos sean ejercibles y no, como sucede con
algunos derechos establecidos en nuestra Carta Magna, que se conviertan en
letra muerta.
Diputado Federal por el PRD
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