Impunidad
Alejandro Encinas
Rodríguez
El Universal
Viernes, 11 Marzo 2016
Está por cumplirse el término constitucional para
emitir las diversas leyes que crean el Sistema Nacional Anticorrupción. A la
fecha se han promovido alrededor de 16 iniciativas de distintos legisladores
sobre el tema, y en los próximos días se presentará una iniciativa ciudadana,
conocida como “#3de3” que propone, desde un enfoque de derechos humanos y la
reivindicación del interés público, establecer la obligación de los servidores
públicos de hacer públicas sus declaraciones patrimoniales y de interés, así
como a acreditar el pago de impuestos, con lo que se pretende, de acuerdo con
sus promotores, propiciar la participación ciudadana y la rendición de cuentas
sobre los asuntos públicos, y contribuir al desarrollo de una democracia
sustantiva.
Se trata, en su mayoría, de iniciativas que
legítimamente buscan enfrentar la corrupción, ese mal endémico que desde una
visión patrimonialista de la función y de los bienes públicos, se ha convertido
en una práctica regular para obtener beneficios particulares y el desvío de
recursos públicos con fines privados, lo que ha llevado a una profunda pérdida
de credibilidad y confianza en las instituciones públicas y al hartazgo
ciudadano sobre la impunidad y los privilegios que goza la clase gobernante.
La corrupción es un fenómeno sistémico, que forma
parte del engranaje a partir del cual opera el sistema político mexicano, que
se ha sustentado en dos círculos viciosos perversos: la asociación entre la
política y los negocios, y los mecanismos de disputa y conformación del poder
público, donde pese a la transición democrática que permitió la alternancia,
los nuevos actores políticos lejos de erradicar las prácticas del viejo
régimen, reprodujeron el desvío de recursos públicos, el clientelismo, el
condicionamiento de los beneficios de los programas sociales, y la compra del
voto, haciendo del uso y abuso del dinero indebido, el factor determinante de
los resultados electorales.
La corrupción es inherente al presidencialismo
mexicano, que desde su origen, tras la institucionalización del “régimen
posrevolucionario” a punta de cañonazos de cincuenta mil pesos y el reparto de
las haciendas expropiadas, creo un sistema de disciplina, premios y castigos,
fundado en el desvío del patrimonio público.
Sin embargo, la corrupción no es el principal
problema que enfrenta nuestro país, lo es, la impunidad.
Pese a sus limitaciones, el desarrollo de nuestra
limitada democracia ha permitido identificar y denunciar innumerables actos de
corrupción, los cuales en su inmensa mayoría quedan sin sanción alguna o se
toleran arbitrariamente. Ahí están los casos de la Casa Blanca, de los
exgobernadores Humberto Moreira, Guillermo Padrés y Ángel Aguirre, o cómo se
mantienen abiertos los expedientes sobre las ejecuciones extrajudiciales en
Tlatlaya; la desaparición forzada de los jóvenes normalistas de Ayotzinapa; las
fosas clandestinas de San Fernando y Cadereyta, y la fuga de Joaquín Guzmán
Loera, que así se mantendrán, toda vez que deslindar responsabilidades, y
sancionar estos delitos y actos de corrupción, pondría en evidencia y
desmoronaría las bases que sustentan el ejercicio del poder público en nuestro
país.
Por ello, no basta construir el entramado jurídico
para combatir la corrupción, se debe erradicar la impunidad, lo que entraña una
profunda reforma al hasta ahora intocado Poder Judicial, de donde emana su
fuente primigenia. Dotar de autonomía plena al Consejo de la Judicatura Federal
que actualmente preside el titular de la Corte, quien debe ser sujeto del
escrutinio de ese Consejo; acabar con el anonimato de los jueces a partir del
cual lo mismo autorizan giros negros que liberan delincuentes; que los
magistrados del Tribunal Electoral no puedan aspirar a ser Ministros de la
Corte y no sean funcionales al Ejecutivo en turno, y crear mecanismos de
control parlamentario, como que el nombramiento de los ministros de la Corte
surja de un proceso público convocado por el Senado. (Senador de la República)
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